viernes, 5 de septiembre de 2008

Nunca me pasara a mi (yII)

Y se quedó así durante un rato, quieta. Era un trapo abandonado en mitad de una gran ciudad de la que ella era producto… o no. Encontrándose en ese más que lamentable estado, su mente le volvió a jugar una mala pasada… o no… De repente recordó a su madre, una mujer que hace un año y medio mostraba una sincera sonrisa en unos labios perfectamente perfilados, unos vivos ojos color miel que sonreían a la vez que lo hacía su boca. Una mujer llena de vida, de ilusión y de proyectos, de exitosa trayectoria, tanto en lo profesional como en el ámbito privado, que disfrutaba con un marido que la adoraba y tres hijas que eran su orgullo. Esa imagen contrastaba, dramáticamente, con la última que vio de su madre, hace dos meses, cuando se fue de casa en compañía de seres y sensaciones irreales. Segundos antes de cerrar la puerta, vio a una mujer apagada, sin vida en los ojos, que se habían hundido en las cuencas en un intento de hacer realidad el refrán aquel de que “ojos que no ven, corazón que no siente”… pero no lo consiguieron, pues aquel corazón que había saltado de alegría hacía 33 años, cuando, por primera vez tuvo a su primera hija en los brazos, ahora estaba agotado por las noches en vela, torturado por las mentiras, muerto por su hija. No supo porqué, pero siguió recordando: Las siguientes imágenes eran de una fiesta de cumpleaños, hace dos años. Hacía dos meses que había regresado de un alucinante viaje por el continente asiático. Un mes de pura emoción y sensaciones nuevas todos los días. Para ella era un sueño cumplido pues siempre se había sentido atraída por esa parte del mundo, tan diferente al suyo. En el viaje había coincidido con un grupo de gente de su misma ciudad y, al saberlo, no pudieron por menos que esbozar una sonrisa y decir la coletilla de siempre “Viviendo en la misma ciudad y nos hemos tenido que conocer tan lejos”. A partir de entonces, el viaje se hizo más intenso, si cabe, que antes. Ella ya había coqueteado con las drogas “blandas”, con esas que no hacen daño, pero que están prohibidas; la primera vez que tuvo un porro en sus manos, sintió pavor por lo que iba a hacer, ya que llevaba toda su vida oyendo cosas terribles y salvajes de ese mundo al que estaba a punto de entrar. Pero la ocasión lo merecía, se dijo,: una fiesta en casa de unos amigos para alegrar la velada y celebrar que habían acabado, unos peor y otros mejor, el curso. Y la experiencia no fue tan mala como le habían hecho creer. Se sintió relajada, tranquila y se rió mucho, una risa fácil y, en algunos momentos, algo nerviosa, de esas que no puede parar y no sabes muy bien porqué. Después de esa noche, había probado en varias ocasiones esa sustancia inocente, pero nunca había tenido la necesidad de utilizarla en sus salidas, sus fiestas, sus reuniones; siempre se lo pasaba bien, si había María como sino. De modo que, cuando sus nuevos amigos le ofrecieron compartir una noche de risas, María y algo más para poner un broche de oro a un día intenso, no le hizo ascos y aceptó gustosa, pues realmente se encontraba muy a gusto con ellos, todos con un coco, en principio muy bien amueblado y futuros profesionales en su país, donde eran la nueva generación de abogados de éxito, profesores universitarios excepcionales, economistas de élite e, incluso un joven militar que apuntaba grandes dotes para el triunfo…
Mientras se incorporaba y trataba, torpemente, de ponerse en pie, siguió con esa imagen en la mente y sonrió, una sonrisa desdentada y sin calor, pero sonrisa al fin y al cabo. “Que bien lo pasábamos cuando este veneno no se instalaba permanentemente conmigo” “Sé que es una muerte lente, pero me da tanta paz…” “Sí, estoy enganchada, pero sé que puedo desintoxicarme cuando quiera””¿Qué fue lo que pasó? ¿Dónde están mis colegas?” Volvió a esa fiesta de cumpleaños, de hace un par de años. Sí, rodeada de sus viejos y nuevos amigos, en una casa rural alquilada para ellos solos, en la sierra madrileña. Tres días con sus tres noches para disfrutar, hablar, reír, beber, fumar y lo que se terciase. En una palabra: Arrasar. Uno de sus compañeros, que había conocido en el viaje y con el que había congeniado desde el primer día de una forma especial traía una sorpresa: “dejémonos de porros y mariconadas de esas”, recordaba ella que había dicho su amigo; “Si queremos disfrutar a topa de los tres días y aprovechar hasta el último minuto, lo mejor es esto”, dijo abriendo la mano para dejar ver dos botecitos de cristal marrón y verde de unos cinco centímetros de alto y en cuyo interior algo sólido pero en polvo se movía cuando los agitaba.
Ese fue el momento en que su vida cambió por completo. Esos frasquitos contenían un veneno que actuaba bajo la cruel máscara de la evasión, la tranquilidad y el buen rollito. Quemar una de esas sustancias y aspirar su humo fue su perdición. Ahora recordaba con una sorprende nitidez lo que ocurrió en esos dos años. Ahora veía que lo que, antaño, ella aseguraba que no le engancharía, que sólo lo utilizaba para disfrutar y sacarle todo el jugo a la vida era, en realidad, su condena a muerte. Lo suya y la de su familia.
Mientras caminaba, rememoraba los acontecimientos: pasó de consumir por invitación y si se terciaba, a comprar ella, por necesidad, para controlar su cuerpo que empezaba a no obedecer una mente cada vez más muerta. Su dinero, ahorrado para viajes, ahora se iba en otros destinos, en apariencia mejores, pero al final mucho más oscuros. Ello dio paso a préstamos, pequeños robos, mentiras y desgaste tanto físico como mental. Cuando ya no pudo sacar más a su familia sin levantar serias sospechas, dio el paso de alquilar lo único que era suyo, su cuerpo. Y cuando esto ya no fue suficiente, ya no le importaba que su familia se enterara; lo más importante era conseguir esa paz bendita. Mintió, juró, perjuró y prometió; chantajeó… cuando sus padres se dieron cuenta, le ayudaron, la sometieron a un caro proceso de desintoxicación, que ella no supo aprovechar, pues a los pocos meses estaba otra vez robando, mintiendo, degradándose… Y un día se marchó de casa, fue el último día que vio los ojos de su madre, sus manos crispadas por los nervios y la impotencia…
Todos esos recuerdos hicieron que un atisbo de luz luchara por abrirse camino en su corazón. Su madre,.. su madre era su refugio, como cuando era pequeña y había tormenta, era su tabla de salvación. Le enseñó a nadar en el mar y ahora podría enseñarle a nadar en la miseria, para salir de ella. Sí, iría a verla y se acurrucaría en sus brazos y, por fin podría tener un sueño tranquilo y reparador. Caminó con una fuerza inusual en ella, al llegar al cruce de las dos calles se paró: Miro a la derecha, un camino que recorría varias veces al día en busca de su compañero. Miró a la izquierda, por donde habría de caminar un largísimo trecho antes de alcanzar su, otrora, hogar feliz. Giró su cuerpo y se encaminó hacia el poblado de la muerte: “Es la última. Después iré con mi madre. Sí, eso haré, me despediré de ti, maldito compañero y luego volveré a casa”, se dijo mientras volvía a arrastrar los pies y a tambalearse…
Texto: Belisker

3 comentarios:

dsdmona dijo...

Duro,muy duro ver como tu vida antes llena y rica ahora sólo está llena de vacío, soledad y una búsqueda imacable de un poco de paz.

Me ha encantado, de verdad

D.

Mayte dijo...

Ya te dije en su momento lo bien que lo has escrito, ahora me reitero. Emocionante hasta el final...preciosa
Ahora a seguir...

Anónimo dijo...

Muy bien compañera, me ha gustado y has conseguido que lo lea entero, y esto no todos los relatos lo consiguen.

Chapo.