Hasta hace unos años, mis padres tenían una casa en un pueblecito de la Jara toledana, un pueblo pequeño, de apenas 700 habitantes al que he ido desde mi más tierna infancia. Llegamos a él porque a mi padre le gustaba pescar y cazar y desde muy pequeña nos levantaba a las .... innombrables... para coger la carretera, irnos a un coto de pesca de Toledo y pasar, él y sus amigos, el día pescando, mi madre y el resto de mujeres de pescadores haciendo lo que siempre han hecho, preparar comidas, cuidar de que los niños no se despeñen o se ahogen (conmigo lo tenían bastante difícil) y que los perros no se comieran nada de lo que cocinaban. A última hora de la tarde recogían todo, nos metían en el coche y de vuelta a Madrid. Como eso no era plan, decidieron que cuando fuésemos de pesca, nos alojaríamos en un hotel, hostal o similar para no tener que estar de acá para allá todo el día. Pero esta opción no era viable a medio plazo, de modo que mi padre y mi padrino decidieron, ya que también les empezaba a gustar la caza, coger una casa en un pueblo cercano al lugar de su nuevo hobby. Y ese pueblo era este pequeño lugar de 700 habitantes.
La timidez que siempre me acompaña hizo que me costase mucho hacer amigos, además como era pequeña, no tendría más de 6 años cuando empezamos a ir, las posibilidades de salir eran muy pocas, además, prefería pasar el día en el campo, como las cabras. El hecho es que no hice amigos hasta entrar en la adolescencia y todos gracias a mi hermano mayor, al que tanto debo y al que adoro. Gracias a él conocí a chicas y chicos que, aunque en principio yo era la "hermana de", poco a poco me fui haicendo un sitio por mi misma en sus corazones.
Todos los viernes o casi todos, marchábamos al pueblo, yo deseando ir porque era más libre, y porque me lo pasaba fenomenal con mis amigos. Éramos una pandilla muy bien avenida. Los domingos, cuando regresábamos a la gran ciudad, lo hacía a regañadientes, pensando en porqué no me podía quedar con mi gente. Y pasaron los años, y siempre pasaba lo mismo: Alegría al llegar y tristeza al marchar. Mis amigos me dijeron en alguna ocasión que tenía mucha suerte de poder vivir en una gran ciudad como Madrid y que ellos, cuando fueran mayores marcharían también a trabajar "de lo que fuera" con tal de salir del pueblo. Quizás porque no vivía en él o quizás porque para mi ese pueblo era sinónimo de diversión y libertad, no entendía muy bien porqué querían marcharse. Años después lo entendí, aunque con matices.
El caso es que desde hace un año vivo, vivimos, en un pueblo de Toledo, de la zona de la Sagra. Es pequeño, no tanto con "mi pueblo" pero casi y al estar cerca de Madrid, muchas personas tienen casas de campo aquí, a las que vienen de vez en cuando, los fines de semana, las vacaciones y después de esos días de descanso, vuelven a sus casas, sus primeras residencias, como hacía yo hace años y ayer, cuando estaba paseando con Thot y Keops veía los coches que marchaban y yo me quedaba y pensaba en ese pueblito de la jara y me decía: "tengo suerte de vivir donde vivo". Ellos vuelven a la locura de la ciudad, y yo me quedo en la paz del pueblo. Ellos se volverán histéricos con los coches, la contaminación la agresividad que mora en toda gran ciudad - tal y como me pasaba a mi cuando vivía en Madrid y que sigo sufriendo porque trabajo allí- y yo me quedo en el, para unos, atrasado pueblo, y para otros, en la tranquilidad, en la calidad de vida, en el olor a leña por las calles, en la quietud y silencio. Efectivamente, hay muchas cosas que faltan en mi pueblo (infraestructuras, comercios, etc...) y que en un barrio de la ciudad lo tienen al alcance de la mano, pero ¡Qué suerte tengo de quedarme los domingos!